(publicado originalmente en Granma)
Ramón, que hoy es un profesional respetable con título científico y todo, en la universidad no sabía decir ni “yes”. Y mira que le dábamos. Era tan malo que la profesora, para sacarlo del apuro, le propuso hacer la conducción de una revista informativa en inglés. Yo sería su contraparte femenina.
Durante una semana completa, repetimos una y otra vez aquellos parlamentos de palo. “And now Karina Escalona with the weather. Hello Karina…”. Y así, hasta que llegó el día en cuestión. Era diciembre, pero en aquella aula parece que hacía 40 grados. Él sudaba. Hacía muecas para relajarse. Decía las vocales —en castellano, of course— y sonreía, o trataba de sonreír.
En un dos por tres comenzó y se terminó todo. 27 minutos, más o menos lo que duraba en aquel momento un programa regular de televisión, que nos parecieron una eternidad entre los “yes” con que mi compañero respondía a todo cuanto se le preguntaba y mi nerviosismo, al imaginarme el “2” con que parecía que inauguraba, ese año, mi colección de desaprobados.
Pero aprobamos, no sé si por suerte o por lástima: en realidad no pregunté y no importaba. Lo único que sé ahora es que si aquello hubiera ocurrido en estos tiempos, el final de la historia hubiera sido bien diferente de acuerdo con las nuevas transformaciones de la Educación Superior, que pusieron el dominio del inglés como una condición sine qua non para graduarse, no importa si de Licenciatura en Periodismo o Ingeniería en Mecánica.