Perspectivas
Hay días que llegan para cambiar tu perspectiva. Ayer fue un día de esos, que amaneció normal, sin demasiado lluvia o frío, lindo incluso con un cielo límpido y el sol con su calorcito sin llegar al sofoco.
Hasta las 10 de la mañana. Para esa hora, estaba dando los toques finales a un pequeño reportaje sobre la charanga Onda Cubana, por su aniversario 40, y me había tomado al menos dos tazas grandes de café fuerte. Así que a esa hora, mientras chateaba con una amiga sobre un post en mente, empecé a sentirme mal.
Cubana al fin, me hice un pequeño autoexamen, con pulsaciones y todo un-recuerdo de mis días de gimnasio-, y me acosté para pasar un frío inverosímil si no fuera porque ya mis dientes empezaban a rechinar.
Eso, y una ligera sensación de cosquilleo en las extremidades superiores. Pensé en el corazón y en que, quizás, moriría como por lo menos dos conocidos que compartían mi edad y esa sensación tan juvenil de que no vamos a morirnos nunca.
Pero no, según lo leído, nada de aquello parecía provenir de ese órgano vital, no tenía dolores punzantes, ni el brazo con calambres ni dolores de estómago. Así que concluí que aquello era culpa del café.
El asunto es que esperé, hasta que caí en la cuenta de que en vez de mejorar empeoraba, a pesar de un baño frío -por si era la presión arterial- que ahora, sacando cuentas, fue lo que le puso la tapa al pomo.
Mojada como un pollo me vestí, me pasé la mano por el pelo para engaminarlo -una ventaja más de llevarlo corto, queridos detractores- y calcé unas sandalias de goma porque tenía la impresión de que si me ponía unas plataformas hasta el piso no paraba.
Y arranqué, sola, para el policlínico.
Allí, comprobé que la salud cubana es de las mejores del mundo, que es gratuita, con acceso universal, pero casi igual de dolorosa, porque me hicieron todo lo que me debían hacer, pero en vez de una mochita o un tróquel me canalizaron con una aguja de metal que me rasgó la piel y finalmente se fue de curso para dejarme un dolor que todavía no se me quita.
Allí, me confirmaron que aquel cuadro era resultado de una reacción alérgica a la cafeína, a las dos tazas de café de por la mañana, vaya, que cualquiera diría que con la cantidad de chícharos que tiene el de la bodega no hace ni cosquillas.
Comprobé, también, que a la hora de los dolores no hay educación que valga, o lo comprobó el médico a quien conozco y quiero, pero al que le solté cuatro palabrotas cuando el brazo me comenzó a doler y me vi las uñas moradas.
En el Policlínico me inyectaron prednisona y como cuatro cosas más, me pusieron un suero que tuvieron que cambiar de lugar porque la primera vez se fue de vena, me dieron oxígeno y, por si las moscas, me hicieron un electrocardiograma que arrojó solo una pequeña taquicardia, nada comparado con mi miedo.
Yo, con mis muchísimas libras de más, comprobé que las camillas están hechas para flacos, y también los camilleros que respiraron profundo cuando tuvieron que cargarme hasta la ambulancia que me llevaría hasta el hospital.
En el camino, comprobé que en la calle lo que sobra es la gente que no se quiere la vida y le importa bien poco la de los demás, porque en menos de 3 kilómetros el chofer tuvo que esquivar como a tres locos y esperar por la comodidad de dos cocheros.
Lo demás, fue monitoreo, mi familia desorganizando la uci con sus entradas y salidas, los médicos amigos de la familia turnándose para preguntarme las mismas cosas -lo que agradezco en el alma por supuesto- y un señor en mi sala que no dejaba de protestarle a alquien que no estaba allí por un techo que estaban poniendo en su mente antiquísima.
Ese día, también me convencí de la importancia de tener a quien quieres a tu lado, porque yo que me había pasado las horas con cara de quien tomó limón y no mucho café, me volví una sonrisa del tamaño de mis kilos cuando mi esposo entró por aquella puerta, sudado y sin quitarse todavía la ropa de trabajo.
Él, con sus pesadeces y el quédate tranquila, que andas en saya, iluminó mi salida del Agostinho Neto.
Fue, también, la primera vez que mi padre me aguantó la mano en el hospital, y me di cuenta de la falta que me hizo las otras veces, con su tranquilidad tan alejada de la histeria casi colectiva de las evas de mi familia.
Pero la más importante lección de ese día es lo cerca que estamos de la muerte, lo poco que realmente nos cuidamos la vida. Así como el 11 de septiembre de 2001 cambió mis perspectivas sobre el terrorismo y la vida humana en general, ayer, 27 de junio de 2013, supe cuán frágil era la mía.
Y pensé en Isabella, en Rolando, en mi abuela esperando en casa, porque al final del día, es lo único que importa.
Publicado el junio 28, 2013 en Lo mío primero... y etiquetado en enferma, hospital, vida. Guarda el enlace permanente. 7 comentarios.
😦
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Yo siempre estaré contigo
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sempre
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Hola Lilith, que susto.
Espero estes completamente recuperada.
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Si, ya estoy bien, ahora me duele la cabeza por la falta de café, pero ya pasará. Gracias.
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Oye niña, tremendo susto,como yo con mi hueso de pollo, cuidado con el café en lo adelante..
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ya lo eliminé de mi dieta
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